Si crees que tus hijos “ya jugaron mucho por hoy”, los estás maleducando

Creer que jugar debe limitarse a cierto número de horas al día es lo contrario a buscar el bienestar de nuestros hijos.

Por Mariana Mendoza

Es muy probable que muchos de nosotros hayamos crecido bajo un modelo de educación tradicional. Es decir, el que tus padres aprendieron de tus abuelos y ellos, a su vez, de tus bisabuelos. Se ha transmitido por siglos de generación en generación y no está avalado por ningún trabajo académico. De hecho, por ejemplo, hasta hace pocos años se veía con buenos ojos que a los niños se les pegara como método correctivo. Como en la edad media.

Del mismo modo, ese modelo tradicional veía al juego como una recompensa reservada sólo al buen comportamiento. O como un asunto de padres que no atendían a sus hijos. Y por “buen comportamiento” se entendía algo muy chato: absoluta obediencia a los mayores y un nivel de inmovilidad y rigidez propios de la adultez. Un niño “bien educado” era aquel que a los siete u ocho años se movía con la mesura propia de alguien de cuarenta. La “buena educación” consistía en poner límites al juego. Una práctica ya no digamos, poco didáctica sino poco sana. Educar desde el castigo resulta contraproducente. 

Pongamos un ejemplo archiconocido: Lionel Messi, el mejor jugador de futbol del mundo. Es un fenómeno. Tercer hijo de una familia de la ciudad de Rosario, Argentina, debutó en el 2004, a los 17 años, como parte del club Barcelona. En su momento se le consideró el profesional más pequeño de la liga. 

Podría pensarse que alcanzar su nivel de juego le significó mucha disciplina y trabajo duro. Haciendo a un lado una predisposición innata, llamémosle “talento”; el hecho es que todas esas horas de entrenamiento para él no representaron “sacrificios” difíciles de aceptar. Todo el tiempo, él estaba jugando, y hacía lo que el juego exigía, entre otras cosas, porque era divertido: era un juego. Su “secreto” reside en la satisfacción y placer que le representa su trabajo. Por años fue tan feliz jugando que se volvió para él la actividad más seria del mundo. Es muy probable que si sus padres le hubiesen impuesto los entrenamientos como un deber riguroso, inflexible y sin espacio para goce, ahora mismo no conoceríamos su nombre ni su historia.

La alegría de jugar se refleja en la química del cerebro

Jean Piaget, biólogo y autor de diferentes estudios en torno al desarrollo cognitivo infantil, plantea nuestras primeras actividades como un juego de ejercicios corporales, estimulación de sentidos, funciones que a través de la repetición llevan a la adaptación sensorio-motriz elemental. Al igual que ocurrió con el ejemplo que planteamos de Leo Messi, jugar nos da las herramientas para ejecutar de manera mecánica acciones que nos permitirán alcanzar un objetivo, como por ejemplo, meter goles (pero también puede ser andar en bici, mejorar nuestra caligrafía o pasar el nivel de un videojuego). Pero mucho antes de eso, siendo bebés, fue por medio del juego que aprendimos a comer (exacto: aventando la comida al piso, para desesperación de nuestros padres), o a caminar, a correr.

Conforme dominamos los movimientos, la complejidad del juego aumentó y jugando aprendemos a relacionarnos con otros niños. Desarrollamos habilidades de comunicación, empatía, trabajo en equipo, organización, roles de género, como si estuviéramos trabajando un guión en conjunto con otros actores. Establecimos tramas, personajes, reparto, escenarios…

No es difícil ver lo complejo que puede llegar a ser, y todo esto desde la libertad. Las reglas se escriben en el camino, junto con los demás niños y niñas, y sin formalidades.

Resultados de una investigación realizada en el 2005 muestran evidencias sobre la relación que hay entre la dopamina generada durante actividades placenteras como el juego, con la memoria y el aprendizaje.

En ese año, Erin M. Schuman, investigadora del Instituto de Tecnología de California, publicó los resultados de una investigación practicada en roedores donde gracias a un gen fluorescente se observó el comportamiento de los neurotransmisores y constató la influencia que tiene la dopamina en funciones cerebrales como la memoria y el aprendizaje. De acuerdo, son roedores. Nosotros somos humanos. Pero en ambos la dopamina funciona igual: es un neurotransmisor asociado con la felicidad.

Traducido a humanos: si aprendemos jugando, liberamos dopamina, que favorece la memorización y el aprendizaje, y además somos más felices. Si somos del tipo de padres que permiten que el juego exista en todas las actividades y sin tiempo limitado, estamos decidiendo bien y seguramente los resultados se acercarán mucho a nuestro único propósito como padres: procurar hijos exitosos en todas las dimensiones de la vida.

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